Cuando aparece una oferta de mejores oportunidades en otros territorios, fuera de nuestro lugar de origen, se generan deseos de salir del nido familiar y buscar el progreso lejos de nuestras regiones, costumbres y redes de apoyo, en búsqueda de un escenario que parece ofrecer mayores garantías económicas, profesionales, entre otras.
Esta situación nos obliga a desprendernos de lo que nos gusta y de lo que conocemos, lo cual genera dolor. Este sentimiento no es nuevo, y nos enfrenta a un proceso que vivimos en el desarrollo, microduelos por una, otra y otra pérdida que experimentamos durante toda la vida, como cuando nuestras madres o cuidadores nos sueltan por primera vez para ocuparse de otras labores (ir al baño, a la cocina o incluso ir al trabajo) o, cuando al crecer contamos con mayor independencia o libertad para realizar diferentes labores de la rutina diaria, pero que nos lleva a soltar dinámicas de un vínculo que venía siendo mayormente dependiente (encontrar el almuerzo preparado siempre, tener un apoyo económico, etc.).
Sin embargo, no es tarea fácil sortear estos eventos, por lo que necesitamos transiciones para vivir de la mejor manera posible dichos cambios. Tal vez recordemos esa cobija, ese peluche o ese juguete de cuando éramos bebés, que nos permitía tolerar por unos momentos esa ausencia del otro, esa repentina pérdida de la madre o del cuidador que se marchaba por un tiempo. Asimismo, de la adolescencia, tal vez recordemos esa carta de un mejor amigo o del primer amor que nos permitía ilusionarnos y tolerar la espera hasta el siguiente encuentro.
Si nos detenemos a pensar en nuestra infancia y adolescencia, podemos darnos cuenta de dinámicas que tal vez fueron poco autónomas, lo cual es natural en el desarrollo del ser humano, pero que por nuestro contexto se encuentran normalizadas. Lograr la independencia posiblemente pudo sentirse como un proceso tardío o un poco más difícil, potenciado por variables contextuales mediadas por una cultura colectivista y ciertamente cobijada en la dependencia.
Al tomar oportunidades por fuera de nuestros lugares de origen, nos encontramos nuevamente en procesos de adaptación, en los que tal como el niño o el adolescente, surge una añoranza por volver a lo que es conocido: a la raíz. Es allí cuando una llamada, una carta, un alimento, un objeto especial, etc., que nos conecta con lo que queremos, nos reconforta y nos ayuda a vivir la transición de un lugar a otro, tal como esa cobija nos ayudaba siendo bebés a vivir ese momento de ausencia del otro.
Situaciones como estas, invitan a construir estrategias para sobrevivir y nos hacen ver que no necesitamos de la presencia exacta de lo conocido para sentirlo cerca, lo cual puede calmar el dolor que nos genera el desprendimiento. Desde esta perspectiva, podemos lograr relacionarnos de forma más sana y segura, con personas, lugares y cosas, ante los cambios que nos presenta la vida misma y las decisiones que tomamos durante esta.