El sentimiento de tristeza es una de las experiencias más universales del ser humano, podríamos decir que ocupa el lugar más íntimo de nuestra naturaleza, ese resquicio de dolor y desasosiego que todos conocemos y hemos experimentado alguna vez en la vida.
No es extraño entonces que hayamos desplegado todo nuestro talento y creatividad en innumerables creaciones artísticas que abordan el tema pasando por la literatura, la pintura, la música, el cine, la televisión, etc. Así mismo, encontramos en el eco del saber popular el uso constante del término melancolía como una referencia constante, quizá asumiéndola como una especie de tristeza más profunda o como una condición sentimental que nunca cicatriza; pero, valdría la pena preguntarnos: ¿Hay alguna diferencia entre tristeza y melancolía? Y si existe ¿En qué consiste esta diferencia? ¿Qué consecuencia tiene para nosotros?
A lo largo de la vida podemos experimentar diversas condiciones que llevan al sentimiento de tristeza como culpa, desamor, abandono, maltrato etc: Sin embargo, para comprender su diferencia con la melancolía es importante centrarnos en el sentimiento de pérdida y las consecuencias mentales que esto produce.
En principio el sentimiento de tristeza tiene su origen en la experiencia de pérdida temprana cuando somos niños, en esa sensación de que algo hemos perdido y que quizá no lo hemos de recobrar, como sucede con el bebé que en algún momento es alejado del pecho de su madre para dar paso a otra experiencia. Con el paso del tiempo atravesamos por otras circunstancias que despiertan ese sentimiento de pérdida originario como: una ruptura amorosa, un viaje a un lugar distante lejos de nuestro hogar y nuestra gente, o una discusión que llevó a la disolución de una vieja amistad. En todos estos casos la experiencia reciente activa las huellas de nuestra experiencia primitivas trayendo consigo el sentimiento tristeza. Lo que nos ocurre en la vida adulta termina por despertar, en nuestro inconsciente, las experiencias dolorosas más tempranas.
Cuando se experimenta la pérdida de alguien o algo valioso en la vida adulta, experimentamos una pérdida de interés en el mundo exterior, la falta de motivación por la vida y lo que nos rodea, la incapacidad de disfrutar el hecho de estar vivos, la imposibilidad de ver un futuro prometedor.
En el caso de la ruptura amorosa nos negamos también a aceptar la pérdida de esa persona que ha sido importante para nosotros, así que cada canción, cada recuerdo y cada esquina nos recuerda a él o ella. Sentimos entonces que la vida ya no tiene el mismo sabor, que el mundo fuera de nosotros ha carece de sentido, y perdemos la motivación para vincularnos con ese mundo que nos rodea.
Podemos experimentar un estado de indefensión intenso, o sentimientos recurrentes de ira, rencor y venganza destructiva, tal y como experimentamos el sentimiento de pérdida cuando éramos niños, incapaces de digerir la brutal embestida de las emociones asociadas al abandono y la soledad. Así es como el inconsciente nos conecta con el pasado, nos hace vivirlo en carne propia.
Con el paso del tiempo y el difícil proceso de aceptación empezamos a asumir la pérdida de ese otro/a como una oportunidad hacia el futuro, salimos de la concha del dolor para dar la cara a la vida nuevamente, empezamos a hacer una relectura del pasado, de lo que fue esa relación, de lo bueno y lo malo que dejó, del aprendizaje adquirido para seguir adelante, y tal vez volver a encontrar otro amor. De alguna forma empezamos a salir del estado del dolor infantil de nuestra mente, hacia un juicio más adulto sobre lo que hemos perdido y lo que somos para seguir adelante.
Ahora bien, si este es el sentimiento de tristeza propio del duelo, ¿cómo es diferente de la melancolía? Todo empieza naturalmente en ese primer momento en que no queremos aceptar la pérdida, la primera reacción de la mente y el cuerpo es aferrarse a eso que hemos perdido, de forma tal que nuestro psiquismo empieza con la negación de esta pérdida para evitar el dolor que esta genera.
En el caso de la tristeza nuestra mente busca aferrarse a esa persona a través de mantener vivos los recuerdos y los elementos que la representan, o buscamos en el mundo exterior algún sustito de ello que nos reconecte con ese ser querido o amado. Con el tiempo el sujeto podrá elaborar la pérdida y establecer un nuevo vínculo con otra persona en el futuro. En el caso de la melancolía resulta tan dolorosa la pérdida y tan difícil su negación, que para no dejar ir al otro, nos identificamos con ese otro, nos convertimos en ese otro, configurando un laberinto sin salida.
Para explicar este fenómeno en el caso de la melancolía Freud toma como ejemplo la muerte de un ser querido, y formula una frase que ejemplifica de forma brillante lo que venimos hablando, dice: “Frente a la pérdida, la sombra del objeto muerto cae sobre el Yo”. Con ello quiere decir que, el sujeto melancólico, de forma inconsciente y sin darse cuenta, lleva consigo a cuestas a la persona que ha perdido, se identifica con ella, usa sus vestiduras, habla desde su voz, le da espacio en su alma para que lo habite, toma partes de su personalidad y las asume como propias. Todo esto ocurre para no dejar ir a esa persona: “Para no perderlo a él o a ella, me identifico con él o ella”, así la mente se salva de dolor que implica perder al otro y se convierte en ese otro.
Este proceso se denomina “identificación primaria” según la teoría psicoanalítica, pero no es exclusivo de la pérdida por muerte, puede suceder también en la pérdida amorosa cuando nuestro psiquismo no puede elaborar el duelo, y ese otro/a se queda clavado en nuestro interior e impide que avancemos.
Naturalmente este tipo de identificación depende mucho de nuestra experiencias infantiles, de nuestra relación con nuestros cuidadores y seres cercanos, y de la capacidad que hemos construido para hacer duelos y construir nuevos vínculos.
Las implicaciones de la identificación primaria nos permiten distinguir la tristeza de la melancolía, en esta última, la persona que no deja ir al otro/a y se identifica con este/a, no solo siente dolor, tristeza, falta de motivación, e incapacidad para disfrutar, sino que siente una rabia intensa acumulada en su interior. Rabia que se origina por la pérdida y que tiene como destinatario a la persona en cuestión, rabia que se halla representada en todas las palabras, quejas, reclamos e insultos que quisiéramos poder decir a esa persona que se fue; podemos tener incluso pesadillas o sueños recurrentes en donde hablamos o discutimos con esta persona, o simplemente recapitulamos eventos sucedidos, o imaginamos planos de trágicos o dolorosos que nos recuerdan esta pérdida. Inmersos en esta melancolía se despiertan las huellas de nuestras experiencias infantiles en las que la distancia, la ruptura y la separación fueron difíciles y dejaron una marca en nosotros.
El asunto más complejo es que esa carga de rabia y agresividad que está destinada al otro termina por redirigirse al sujeto mismo, puesto que se halla identificado con esta persona que ha perdido, queriendo confrontar a ese otro/a ausente el sujeto no percibe que se está haciendo daño a si mismo, tan solo lo vive en carne propia.
Así, encontramos en la melancolía que el dolor protagónico es la auto-punición, el castigo, el reclamo y la denigración del si mismo. Por ello los diálogos internos de la mente en la melancolía rezan en silencio: “Es culpa mía, yo no valgo nada, no soy suficiente, yo soy una miseria, yo me doy asco, yo soy un error, me merezco un castigo, etc”.
A diferencia de la creencia popular la melancolía no es una tristeza más profunda o prolongada, o más contemplativa y reflexiva, es en realidad el doloroso ejercicio de la auto-punición por no haber podido elaborar el duelo, es como si se posara erguido un juez implacable en la parte trasera de nuestra mente, golpeando nuestra espalda, denigrando nuestro valor mientras somos incapaces de levantarnos. Y todo ello ocurre por no haber sabido o no haber podido dejar al otro y asumir la pérdida. Mientras que en la tristeza el protagonista de la escena es el otro/a que hemos perdido, en la melancolía el protagonista es el propio sujeto que no para de hacerse daño a si mismo en el teatro interno de su propia mente.